No sé si fuimos o soñé que fuimos
a Milán. Tampoco sé si dejamos bien
atado el verano a la cintura de la isla.
Lo que sí recuerdo, y esto no es una
certeza en tierra firme, es que tomamos
un café en el aeropuerto y que en el
avión nos pusieron de desayunar.
Aún posaba su cabeza sobre mi hombro.
El cielo era una fosa de prestigio
de un azul inmenso digno de un cuadro
de Solange Rosales. Afuera el aire era dios,
o una masa uniforme de artificio divino.
Éramos los únicos españoles del avión
de la aerolínea italiana. Todos estaban
bronceados y tristes porque las vacaciones
habían llegado a su fin. En eso nos parecíamos
todos. Con la diferencia de que nosotros
aún teníamos un viaje por delante.
Al aterrizar nos despistamos brevemente
en el aeropuerto. Nos montamos en un tren.
Al llegar, la ciudad parecía cerrada.
Paseamos perdidos y ofuscados en busca
del hotel más céntrico en el que jamás
habíamos estado. Pero todo estaba escrito.
¿Acaso fue un sueño de verano?
Una mañana, durante un largo paseo
esquivando turistas, vimos un alto
campanario al que iban a morir los pájaros.
El río cantaba con agua de esperanzas.
El sol no dejaba de rugir. Mientras,
buscábamos un supermercado donde
comprar hielo para celebrar que el spritz
era nuestra bebida favorita, una especie
de símbolo de decadencia matrimonial.
Desnudos y sedientos en la cama del hotel,
separados por una mesilla de noche,
emulamos los gestos de la pareja distante.
Su cuerpo de piedra o de alfombra hierática
descansaba dentro de los pliegues de las sábanas.
Olía a flor recién abandonada sobre una lápida.
Mi cuerpo, llevado por la corriente
como un tronco de madera yaciendo
a solas junto a la resina del orgullo,
esquivaba el rencor de los brillos plateados.
El fuego quemaba igual que la blancura
de la almohada. Debajo del balcón pasaban
los tranvías dejando un rastro de música sutil.
Era un juego de contrastes, la negrura de
una situación que se presentaba de lo más extraña.
Violeta y cardenalicia, más tarde, la noche
bajó a sus ojos como una prostituta arrepentida.
Entramos a comer en una taberna de comida
regional, llena de mosquitos hambrientos
y buen queso. Paseamos por las calles, con andar
amarillento, y un helado artesanal en la mano.
Alhajas innecesarias salieron a vestirnos.
Siguieron las mañanas confusas, los mediodías
eternos, las tardes serviles, las noches cruentas.
El último día bebimos una botella de vino
en una calle céntrica y perdimos la noción
del tiempo. Tan imprevisible fue todo que faltó
muy poco para perder el avión y quedarnos en
tierra. Atravesamos con furia los pasillos
vacíos en busca de la puerta de embarque.
Yo corría descalzo, con los zapatos en la mano.
La maleta rodaba suave y vertiginosa cuando
la adelanté. "Haberme dejado atrás,
mejor perder sólo un billete", me dijo
mientras tomábamos una copa para celebrar
que habíamos cogido el avión. Era la primera
vez que bebía alcohol a diez mil pies de altura.
Ya no había hombro en el que apoyarse.
Tan sólo éramos dos pasajeros sobrevolando
el cementerio de un sueño de verano.
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